Yaco

Siempre que el Guido y su madre cruzaban por esa puerta terminaban llorando con amargura. Pese a que ya un año atrás se habían ido del barrio, esa puerta quedaba en el camino hacia y desde la escuela.

Tal vez por su olfato superdesarrollado el Yaco sabía el momento en que ellos pasaban en el colectivo y echaba a correr detrás sin detenerse durante cuadras y cuadras. La mayoría de las ocasiones no podían aguantar y tenían que bajar para calmar al Yaco, hacerle algunos mimos tras la oreja o rascarle la pancita y verle mover la pata trasera. Entonces la madre del Guido iba a comprar algunos huesos a la pollería de los chinos, llevaban al Yaco a la puerta de sus dueños y dejaban los huesos en el suelo. El Yaco devoraba casi sin masticar. Ellos aprovechaban para irse lo más rápido posible, pues una vez terminada la comida el Yaco podría volver a perseguirlos.

Esta costumbre de correr tras el micro se había vuelto frecuente en los últimos meses. Se ve que cuando se mudaron el Yaco tardó en comprender que sus vecinos se habían ido, pero una vez que lo entendió echaba a perseguirlos cuando ellos pasaban por su puerta.

El Guido estaba muy encariñado con él, pese a que el Yaco no era suyo. Le había visto dar sus primeros pasitos y salir de esa típica ceguera tardía para reconocerlo. Lo escuchó ladrar muy envalentonado con su voz de cachorro que provocaba tremendas carcajadas de ternura en el Guido y su amigo Limbert, quien era el verdadero dueño.

El Guido y el Limbert compartían la relación propia de los niños que tienen que ser amigos sólo por ser vecinos de la misma edad. Las familias de ambos vivían, junto a otras, en una suerte de conventillo de dos pisos con todas las habitaciones lado a lado y con las puertas hacia la intemperie. Sólo había un baño sin ducha que compartían entre todas las familias del lugar.

Los padres del Guido habían alquilado tiempo atrás una habitación del piso superior en la que vivían los tres. Para bañarse tenían que llenar una batea de aluminio y tirarse agua con una jarra. Todas las noches la madre del Guido apoyaba sus codos en el barandal que impedía que la gente se desplome al piso inferior escrutando con la mirada la oscura calle por la que su esposo volvía de trabajar, a pie para ahorrar los pesos del pasaje. Cuando percibía alguna sombra humana, agitaba sonriente el brazo, segura de que era él, pues nadie más se atrevería a caminar a esa hora por la zona. Él le devolvía el gesto, entonces ella bajaba las gradas a toda prisa para esperarlo en la puerta con un beso.

En la planta baja estaba la familia del Limbert, que alquilaba dos habitaciones. La madre del Limbert vendía mote y quesillo en el mercado. Siempre usaba un delantal de cuadros pequeños azules y blancos impregnado del olor del maíz hervido que vendía. Cuando sonreía se le podían notar varios dientes de oro y su rostro se ponía colorado de venitas diminutas reventadas por causa de una vida alcohólica sin tregua.

El padre del Limbert era un hombre inmenso y muy gordo, de tez extremadamente oscura por el sol acumulado tras años de trabajo. Su ropa nunca carecía de alguna mancha de grasa de automóvil, que era infaltable en su trabajo de colectivero. Los destartalados vehículos del transporte público, con asientos apenas servibles, muelles, ruedas y llantas que siempre necesitan arreglos, al igual que el motor, radiador, etc. Los principales responsables de su arreglo improvisado eran los mismos conductores y el padre del Limbert no era la excepción. Los vecinos en secreto lo habían apodado “El Universitario” pues cada sábado por la madrugada llegaba a casa muy borracho, vociferando a su esposa que él era universitario, pues había hecho dos semestres de comunicación social y tuvo que abandonar por su culpa, “puta barata”, que no quiso tomar la pastilla. Luego el Universitario procedía a la paliza semanal de rigor, exigiéndole respeto. “Soy universitario mierda, respetame. No te mato porque te quiero, pero respetame carajo”. Y luego de gritar y romper cosas por un tiempo más, el vecindario escuchaba que se largaba a llorar pidiéndole perdón. Ella también lloraba y quedaban reconciliados por ese fin de semana.

La madre del Limbert no solía tener moretones visibles, excepto aquella vez que presentó un ojo en tinta y ella tuvo que decir que le había picado el bicho cola de tijera. “Bravo es su picadura”. El resto de las veces “El Universitario” sabía golpear donde no se viera.

El Limbert no recibía golpes de su padre. La actitud que tenía hacia su hijo era más bien de total desinterés, exceptuando algunas veces en que llegaba a casa luego de tomarse unas totumas en la chichería. El Limbert a veces se encontraba extrañando esos momentos en que lo abrazaba y le decía: “Te quiero mucho. Tú sí vas a llegar lejos. Vas a ser futbolista profesional, ¡Delantero! O mediocampista al menos. Pero no, delantero fija”. Sin embargo estos mimos disminuían a medida que el grado etílico mermaba en la sangre del Universitario.

Por otro lado, la madre del Limbert era siempre dura con él, sin excepción. Por ejemplo aquella vez en que volvió a casa un poco después del mediodía, más tarde que de costumbre y le gritó:

—¡Dónde estabas carajito!

—Mami, el padre Gerardo ha hecho una comida por el día de Santa Cecilia para todos los niños del barrio. Pizza he comido mami. Había una mesa laaaarga larga. Y el padre ha dicho “niños, esperen ordenados afuera” ha dicho. Entonces las monjitas han traído en bandejas de tooodos los tipos mami. Nadie podía esperar de hambre, pero yo quietito me he quedado esperando mami porque si dice el padrecito, que es santidad y tan bueno es, ¿no ve? Y entonces el padre ha dicho “tomen asiento niños”, y han corrido tooodos. Yo también he corrido porque no quería quedarme raleado. Y el padrecito gritaba “hay lugar para todos” pero no le hemos escuchado —contaba riendo y gesticulando.

—Traé la manguera, vamos a regar la calle. Mucho polvo levanta.

—Ya mami. Entonces no sabes, riiiico era todo. Mira mi barriga, llena. Mi favorita era la pizza de albarca que es una planta que le da rico sabor. ¿Conocías mami? —preguntó mientras le alcanzaba la manguera.

Entonces la madre enrolló la manguera en su mano y empezó una golpiza que le hizo gritar y escapar por todo el patio del conventillo. Los gritos se escucharon en el resto de la cuadra, pero al igual que cuando la escuchaban gritar a ella, los vecinos hacían oído sordo al niño.

El último receptor de esta cadena de violencia era el Yaco, quien cada tanto recibía un puntapié sin sentido por simple descargo por parte de los tres integrantes de la familia. Pero aún era muy cachorro, recién entrando a la adolescencia, y por lo tanto todavía causaba ternura en todos.

Sería un ejemplar grande, pues su padre así lo había sido. De raza callejera, color negro azabache con ciertas motas blancas a lo largo del cuerpo. Su padre había sido feroz y el Yaco también lo sería al crecer. Guardián del barrio y el terror de los niños, ese sería el Yaco. Y cuando vengan los ladrones de vacas y suenen los silbatos en todo el barrio para atraparles, cuando los vecinos se dispongan a azotarlos con la quimsa charaña, el Yaco también participaría del linchamiento. Saciaría su sed de sangre con los bandidos. Todo esto escuchaba el Guido de boca del Limbert mientras miraban al Yaco jugar con un hueco en el suelo (tal vez un ratón) aquella vez que habían entrado furtivos en el dormitorio de los padres del Guido. Ese día buscaron arriba del ropero donde sabían que estaba el revólver que había sido de su bisabuelo. No había sido disparado desde que fue a la guerra, contaba el padre del Guido, y esa vez no había disparado contra un paraguayo pata pila, si no que del hambre balearon a un anta de piel tan gruesa que el proyectil no lo había matado y había escapado, o eso había contado su abuelo.

Para cuando la familia del Guido se fue del barrio el Yaco ya era más grande y fornido. No creyeron que el Yaco fuera a extrañarles en verdad, y cuando lo vieron correr tras el micro por primera vez causó ternura y risa. Pero ya las siguientes veces que pasó comprendieron que los extrañaba y ellos a él.

Pasado un tiempo el Yaco dejó de perseguirlos, y esto extrañó al Guido y a su madre. Cuando se asomaron a la ventana para ver la puerta del Universitariovieron que el Yaco trataba de correr tras ellos, pero alguien de esta casa tal vez se había cansado de tenerlo corriendo de aquí para allá y lo habían atado del cuello a la reja con una cuerda gruesa. Así que lo vieron chillar tironeando inútilmente de la soga.

Fue grande la sorpresa del Guido al día siguiente al ver a su mamá ponerse a hablar con un taxista en vez de ir a tomar el micro. “No hay plata” había sido siempre la excusa.

—Mami, ¡taxi! —exclamó contento al subir con ella al vehículo.

—Ya vas a ver —contestó ella sin mirarle mientras subían al vehículo de cinco puertas.

Llegaron a la puerta donde el Yaco estaba atado y el taxi se detuvo. La madre del Guido bajó y sacó un cuchillo grande de cocina de su bolso. Fue bien recibida por el Yaco que pese a estar atado saltaba y movía la cola tirando las orejas para atrás, mientras ladraba y lloraba al mismo tiempo.

—Shhh, ¡callate zonzo! —decía ella mientras trataba de calmar al animal dándole palmaditas en el lomo.

Cuando el Yaco ya se hubo calmado, ella empuñó el cuchillo y se puso a cortar la gruesa soga que lo aprisionaba. El cuchillo era afilado, pero tardó unos buenos segundos en lograr su cometido, los cuales fueron larguísimos para ella. Una vez que cortó la cuerda susurró “vamos” y el Yaco la siguió, probablemente esperando la bolsa de huesos de la pollería china.

Cuando llegaron a la puerta trasera del taxi, el Yaco no supo qué hacer cuando el chofer la abrió y ella le dijo: “¡Subí, subí!”. El Yaco era inteligente y comprendía todo lo que le decían, pero probablemente se encontraba tan atónito como el Guido quien miraba desde el interior del auto.

—¡Llamale! —le gritó su mamá desde afuera.

Entonces el Guido empezó: “Yaco… Yaco…”, golpeando las paredes del taxi.

El Yaco al fin se envalentonó al escuchar al niño, y de un solo salto subió al baúl. Su madre subió atrás con él, cerró la puerta y dijo “vamos maistro”.

El Guido también se pasó atrás y los tres viajaron riendo a casa juntos en el baúl. Al tratar de acariciarle atrás de su orejita vieron que la cuerda había abierto una herida muy profunda y la herida se venía manteniendo fresca quién sabe desde cuándo. Por esto procuraron no hacerle el típico mimo y sólo le rascaron la pancita. “Ya se va a curar”, dijo su madre.

En casa los esperaba el padre. Esa mañana había ido a comprarles a los presos de la cárcel de San Sebastián una casita de madera y ya estaba instalada en el patio de la nueva casa.

El Guido corrió y abrazó a su padre.

—¡Gracias, es el mejor regalo! —dijo.

—Sí, hijito. Está bien que lo veas así. Pero en realidad el regalo es para el Yaquito que tan mal lo tenían.

El Yaco se adueñó del barrio de inmediato. Era feroz, como el Limbert había imaginado, y trataba al Guido como a su propia cría. Nadie podía acercarse a él sin antes ser amenazado por el Yaco. Esto trajo complicaciones una vez con un entusiasta Testigo de Jehová que al tratar de evangelizar al niño terminó con una profunda herida en la pierna y un par menos en su colección de aburridos pantalones marrones.

El Yaco encontró además su dupla en las calles del nuevo barrio periférico, un perro diminuto de pelaje blanco fantasmal al que el barrio llamaba Cásper. Era escandaloso y andaba buscando camorra a ladridos con todo perro que siquiera se asomara a la esquina. Si a alguno de estos se le habría ocurrido devolver el ladrido entonces el Yaco, quien estaba recostado en la calle de tierra en total tranquilidad, saltaba a defender a su pequeño amigo mostrando los dientes con ladridos que ya parecían rugidos. Por esto siempre que el Cásper fuera a provocar a los perros del barrio se aseguraba de tener a su gran amigo azabache cerca. Ladraba y miraba hacia el Yaco, volvía a ladrar y volvía a mirar, siempre asegurándose de tenerlo a metros.

El Guido iba con estos dos a escuchar a los sapitos y tratar de agarrar renacuajos. Las calles de tierra, luego de la lluvia, dejaban charcos inmensos que en cuestión de horas, una vez terminada la lluvia, se llenaban del croar incesante de los anfibios y pasados unos días se llenaban de una espuma que resultaba ser el desove y nacimiento de los renacuajos.

Fue cuando una vez, todo lleno de barro, en su tentativa frustrada de agarrar renacuajos, la Elda se acercaba hacia su casa, como de costumbre para invitarlo a manejar en su bicicleta. El Guido entró en pánico de que lo vea así, sucio y desarreglado, y se escondió detrás de un tronco derribado. Entonces, como jamás lo había hecho, el Yaco corrió hacia ella ladrando seguido del Cásper y la hicieron escapar. Como si hubiera comprendido que el Guido ese momento no la quería cerca.

El Yaco también resultaba barato para la comida. Alcanzó un tamaño descomunal, lo cual no redujo su agilidad sino que la potenció. De un día a otro el Yaco aprendió a agazaparse y pegar un salto digno de felino hacia el extremo superior de la pared, para luego saltar de nuevo a la casa vecina, y devorar la comida que estaría destinada a otras mascotas.

Pasado un tiempo vieron que la herida de la oreja nunca sanaba, e incluso se había abierto aún más. Llegado casi al año desde su rescate empezó a oler muy mal. El descenso en su salud fue empinado. El Yaco empezó a caminar con la cabeza inclinada hacia el lado de su herida y se veía una gangrena severa alrededor de la oreja.

Los vecinos empezaron a hacer su aparición por la casa para opinar indignados, “ahora con los derechos de los animales y eso, doña”. El Guido escuchaba resentido pues recordaba que esos vecinos no lo querían a su Yaco. Tal vez por su bravura o por comerse la comida de sus perros. Es más, alguna vez habían encontrado en la puerta de su casa carne cruda atravesada por clavos pequeños, pero el Yaco no comió, “no era zonzo pues”.

Acercarse al Yaco implicaba llevarse la manga a la nariz para amortiguar la pestilencia que la podredumbre emanaba. El Guido rogaba a sus padres para que lo llevaran al veterinario. “Hijo, apenas tenemos para comer. ¿Sabes lo que cuesta un veterinario?”, y pasado un tiempo, pese a los tratamientos caseros que le dedicaron, vieron que el daño era irreversible. “Tal vez los pobres no tengamos derecho a tener animalitos”, le habían dicho apesadumbrados.

Entonces el padre del Guido tomó la decisión.

Aquella noche mandó al Guido a dormir temprano y luego buscó la pistola de su abuelo. La limpió bien. Jamás había usado un arma pero algo le había explicado su padre al regalársela. Cargó el tambor de balas con sus manos temblorosas. Bajó a la sala de estar, donde se encontraba su esposa sentada mirándolo con lástima pues comprendía el éxodo por el que su marido pasaba. “Es solo un segundo”, le dijo él. Ella lo abrazó y volvió a sentarse. Entonces él salió al patio, dispuesto a buscarlo por el vecindario, pues se perdía por las noches hasta la madrugada, pero no tuvo que hacerlo. Era extraño, pero el Yaco se encontraba sentado al lado de un pozo recién cavado. Sus miradas se cruzaron y comprendieron todo. Ambos sabían que lo comprendieron. Cuando él se acercó el Yaco se recostó resignado.

—Yaquito. Me has esperado… —tragó saliva y continuó— Tan bien nos has hecho y nosotros ni un año te hemos dado de vida. El Guido te quiere, no sabe de esto. No podría soportarlo… Perdón Yaquito, ojalá te hubiéramos llevado a que te curen —se puso de cuclillas y le dio palmaditas en el lomo. El Yaco bajó la cabeza y agitó casi imperceptiblemente la cola como bienvenida a la caricia—. Nos perdonas, ¿no ve? Sabes que hemos hecho lo que hemos podido, ¿no ve, Yaquito? —El Yaco siguió batiendo la cola—. Cuando era niño mi abuela me hacía ahogar gatos recién nacidos. Yo sé que tal vez te guste la idea de ahogar gatos —rió y empezó a lagrimear—, pero no era bueno para mí. Desde entonces he sido siempre reacio a la idea de tener una mascota. Pero tú nos has conquistado y tanto le has cuidado al Guido. Ese es un pantalón que ese Testigo de Jehová va a extrañar —siguió riendo y llorando, mientras acariciaba el lomo del Yaco—. Pero así va a aprender que cuando se asusta no debe usar a los niños como escudo. ¿Y te acuerdas lo que has atrapado esa rata? Pucha, era gigante, y cuando creíamos que te la ibas a comer la has dejado ahí y te has ido. Por cuidarnos Yaco, tan fiel y valiente. Y tan poco te hemos dado —ahora sólo sollozaba con amargura—. ¿Y cuando te bañábamos? Y luego corrías por la tierra y te revolcabas. Más sucio que antes volvías, bandido —se secó la cara con la manga de su camisa. Dio unas últimas palmaditas en el lomo del Yaco.

—Gracias Yaco, ya nos vamos a estar viendo.

Se puso de pie y apuntó la pistola a centímetros de distancia de la cabeza, no vaya a ser como el anta de su abuelo.

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