
Hacía 38° en la facultad. El Norman sabía que eran 38, no más ni menos, por la cantidad de gotas de sudor que había contado caer por su espalda. Los ventiladores giraban con lentitud, pero no llegaban a brindar siquiera una mísera brisa tibia. Sólo servían para transmitir el molesto rechinar de sus partes sin aceitar por años. Una muestra simbólica de la lucha inútil contra el sopor del mediodía. Además este crujir cíclico era la perfecta combinación a las inmutables repeticiones de Madame Colque, o Colqué como se hacía llamar por sus estudiantes, afrancesando así su apellido.
Ella decía Je m’apelle y todos repetían Je m’apelle. Ahora con otro tono de voz Je m’apelle. Ellos repetían Je m’apelle. Je m’apelle. Una vez más con un tercer tono de voz, y el coro Je m’apelle. Entonces Madame cambiaba a Je mange une pomme, y todos Je mange une pomme. ¡Une pomme!, gritaba entonces. Y el resto comprendía que la pronunciación no era la deseada, pero repetían Une pomme sin variación y Madame Colqué asentía con la cabeza satisfecha. Luego volvía Je m’apelle…
En un momento la Carolina codeó el brazo del Norman y le dijo por lo bajo:
—¡Qué gorda que se puso la vieja!
—¡No seas mala! —contestó el Norman tratando de contener la risa.
—¡Garçon! —gritó Madame— Comparta la risa, ¿qué lo tiene tan entretenido? —y miró ofendida hacia la Carolina.
—Nada, Madame —tuvo que mentir—. Pronuncié mal. Disculpe.
—Ce n’est pas amusant Garçon. Es para lamentar, regretter, y practicar. Venga al frente —sentenció.
—¡Pero, Madame! —rogó el Norman—. Me falta todavía.
—Con mayor razón Garçon. Venga.
Pero el Norman sabía lo que eso significaba. Iba a humillarlo frente a todos y luego poner su mano en su espalda transpirada. “La muy degenerada”, pensó. “Siempre lo mismo y siempre con los hombres”.
Así que sacó valor y con voz apenas audible quiso imponerse:
—No, Madame.
—Pardon, pero creo que escuché mal. Venga para adelante.
—Creo que tengo derecho a negarme, Madame —dijo un poco más fuerte.
—¿Derecho? Garçon, no me haga reír. Adelante —lo volvió a exhortar con una amplia sonrisa que achinaba sus ojos.
—Que no.
—Garçon. No lo haga más difícil.
—¡Que no, vieja gorda! —gritó.
La posibilidad de una reyerta verbal provocó un murmullo de festejo del salón. Una discusión que los ayudaría a espabilar. Tal vez una reprimenda, una sanción disciplinaria o incluso una expulsión definitiva. El Norman sospechaba que los compañeros y compañeras estarían degustando la frase “irrespeto a la autoridad” e imprimiéndola mentalmente en una cita admonitoria con papel membretado firmado por el mismísimo y perpetuo rector Ríos. Pero hasta que terminaran de saborear la posible marimorena con todos sus condimentos se dieron cuenta de que Madame se había quedado muda y lívida. La había dominado una especie de rigidez y de no ser por los rechinantes ventiladores de techo y algunas moscas que zumbaban alrededor del tacho de basura de la esquina, el Norman habría creído que el mundo se puso en pausa. “El día que la Facultad se detuvo, y todo con estos 38 exactísimos grados Celsius. Qué huevada”.
Tras eternos segundos de tensión al fin Madame Colqué con total calma se levantó de su silla, más parecida a un trono verde con desgastados adornos barrocos. Se situó frente al pizarrón lleno de reglas de gramática escritas con tizas de todos los colores. Con un rápido y enérgico movimiento tapó su oreja izquierda con la palma de su mano, y luego hizo lo mismo con la derecha. Entonces empezó a inflar y desinflar los cachetes. Todos en el salón comenzaron a cuchichear nerviosos cuando percibieron que este acto parecía hinchar el cuerpo de la docente, como si de un sapo furibundo se tratara.
—Ay, no otra vez —murmuró la Carolina.
El Norman volteó para ver el motivo de queja de su amiga y notó que ahora tenía un vacío sangrante en lugar del ojo derecho. Pero esto no llamó tanto la atención del Norman, como el hecho de que la pequeña cuenca tenía una circunferencia perfecta y con dos puntitos equidistantes en el centro. “Linda herida” pensó.
Cuando volvió a mirar al frente vio que la cabeza de Madame casi tocaba el techo y los botones de su camisa se encontraban bajo tal presión causada por su hinchada panza y busto, que iban a salir volando en cualquier momento.
—Je m’apelle —corearon todos incluyendo la Carolina que parecía habituada a tener heridas sangrantes en la cara—. Je mange une pomme. Je mange une pomme. Je mange une pomme.
—¿Y el trapo? —le preguntó el Norman a la Carolina.
—¿Qué trapo? —preguntó —Je m’apelle.
—¡El trapo pues!
—Ahí colgando con las medias reses. Je mange une pomme.
—¿Cuáles?
—¿Estás ciego? ¡Ahí pues! —Y señaló hacia el lado del tacho de basura.
Pero el Norman en vez de buscar se palpó los ojos, temiendo en verdad estar ciego y tener una cuenca con dos puntos equidistantes. Pero no fue así.
—Lo hubieras traído, Caro. ¿Te lo alcanzo?
—Lo hubieras traído tú, so-huevonazo
—Por eso, te lo traigo.
—Je m’apelle.
—¿Vas a querer una media res también?
—La hubieras traído, so-huevonazo. Je mange une pomme.
—¿Y el trapo?
—¿Qué trapo? —preguntó la Carolina— Je mange une pomme.
Entonces se oyó una explosión causada por los botones de la panza de Madame que al fin salieron disparados y uno de estos se fue a incrustar justo en el vacío del ojo de la Carolina, salpicando sangre con el impacto. “Ah, claro. Ahora todo calza”, pensó el Norman. “Linda herida”. “Hermosa coincidencia”. “Si tan solo hubiera traído el trapo”.
Ahora con el busto y barriga al descubierto, Madame empezó a avanzar hacia el Norman quien se sentaba al fondo del salón, tumbando pupitres con alumnos y todo a su paso. “39° Celsius, claramente”, pensó el Norman. “Ni más, ni menos”.
—Je m’apelle —corearon todos.
Uno de sus compañeros comprendió que estaba en peligro y trató de escapar, pero cuando se puso de pie Madame le dio un manotazo que terminó por hacerle trastabillar y desnucarse con una esquina de los pupitres caídos.
—Je mange une pomme —repetían todos, incluso los que estaban tirados en el suelo. Pero no la Carolina, a quien el Norman vio que el impacto del botón había dejado estampada contra la pared.
Al fin Madame llegó al fondo del salón. Atenazó el cuello del Norman con la coyuntura interna del codo y lo levantó por encima del suelo.
—Escriba ahora —dijo con una voz que sintetizaba varias en una sola. Unas agudas y otras graves, todas hablando al unísono—, “soy un maleducado”.
—Vieja obesa —contestó con el poco aire que lograba pasar por su garganta aprisionada—. Tan grandota y abusiva.
—Escriba —repitió en diferentes tonos reprobatorios, como si el Norman además de haberse negado lo hubiera hecho con una mala pronunciación—, “soy un maleducado”.
—Mi novia se va a enterar —se defendió, babeando sobre el brazo opresor, sintiendo cómo toda la sangre se le agolpaba en la cara—, lo vas a lamentar. Es igual, grandota. Ya vas a ver —y trataba en vano de zafarse dando manotazos por todo lado.
—Escriba —gritó zarandeándolo aún más indignada— ¡Soy-un-mal-educado!
—Huevo carajo —entonces comprendió para dónde lo llevaba– ¡No! ¡A la cama no!
Madame de un solo aventón lo lanzó hacia una cama llena de arañas que se encontraba a metros. Cayó sintiendo el crujir de los viejos resortes del colchón. El golpe levantó una nube de polvo que se le metió por las fosas nasales y comenzó a sentir las pequeñas patitas arácnidas por todo su cuerpo desnudo.
—Je mange une pomme.
Trató de saltar pero el colchón tenía tantas telarañas que, apenas se levantaba un poco era devuelto por un efecto elástico. “Ahora sí, 40° Celsius”. Las patitas le recorrían todo el cuerpo. Se adueñaban de él. No había dolor, no estaban picándolo. Sólo caminando, reconociendo terreno. Sentía e incluso oía “tic tic tic tic” por su cara, pies, barriga, orejas. “Que no salga la reina, por favor que no salga la reina”. Y miraba con terror hacia una cueva cavada en la esquina del tacho de basura que daba la cabecera de la cama.
—Je mange une pomme. Je mange une pomme.
El Norman abrió los ojos y vio el ventilador de techo de su habitación. Estaba todo traspirado por el sofocante calor, con el chirrido del ventilador apenas girando inútilmente, sin brindarle siquiera una mísera brisa tibia. Respiró aliviado una vez que vio que no había patitas recorriendo su cuerpo desnudo. Encendió la luz de su mesita y vio la manzana que se había guardado para el desayuno.
—Une pomme —dijo en voz alta.
Se acercó para tomarla y vio un botón ensangrentado a su lado.