Sobre un escenario improvisado

“¡Para qué le he comentado!”, se lamentaba el Boris mientras llegaba al local en el auto. Pero a Manú, que estaba a su lado, se lo veía muy ansioso por conocer el lugar.

En sus pocos días en este nuevo país le habían llevado a visitar cumbres nevadas de postal. Había visto bailes típicos con cholas de tez blanca como la porcelana ataviadas de trajes coloridos recién alquilados. Pestañas dobladas y ropas interiores tan a la vista que pronto de seguro terminarían siendo reconocidas como parte del folclore lugareño. Lo habían recibido con las comidas típicas servidas en platos lujosos, con un fondo musical de mariachis que nada tenían que ver con la cultura del país. Manú quería conocer a la gente en su estado festivo como tal, sabía que no era eso que le habían mostrado. Entonces fue cuando al Boris se le escapó lo de su padre.

Al fin el Boris estacionó en una callejuela empedrada poco iluminada. Pidió que Manú se quedara un minuto en el auto. Bajó y espantó a tres perros callejeros, no fuera que Manú sufriera un mordiscón rabioso, cómo explicárselo luego a los mecenas que lo trajeron para el concierto. Miró a ambos lados y al fin hizo seña para que Manú bajara. Entonces se acercaron a la puerta.

—¿Y eso? —preguntó Manú señalando una banderita blanca horizontal atada a una rama torcida de árbol encima de la entrada.

—Eso ponen siempre en estos locales.

Ya desde afuera se sentía el olor dulzón de la maceración de la chicha y la mugre. Se oían los gritos de niños jugando y otros llorando. Pero por sobre todo se percibía la música de fondo. Era un ritmo tropical en vivo. La inexactitud en la afinación y ritmo exasperaba el oído musical del Boris, quien hacía caras de incomodidad y miraba con recelo a su compañero esperando encontrar alguna burla en sus facciones, pero lo vio más bien ansioso por entrar. Solo era necesario pasar por un dintel que en vez de puerta tenía una cortina hecha de hilos y mostacillas brillantes de colores.

—No te asustes —dijo el Boris.

—Tranquilo, compadre.

Entre las penumbras, sobre un escenario décadas atrás improvisado con una plataforma de tablas de madera clavadas a varios barriles de maceración en desuso, había un conjunto musical compuesto de un tecladista, dos guitarristas y bajista. Además de la amplificación a sus instrumentos todos tenían un micrófono a la altura de la cara. Vestían camisas blancas, con corbatines rojos y pantalones azul petróleo apegados a sus carnes. Estaban terminando de interpretar un bolero, pero gran parte del público no prestaba atención pues jugaban al cacho. Ponían los dados, amarillentos de tanto manoseo, en unos vasos de madera forrados en cuero de vaca por fuera, y por dentro tela negra tipo terciopelo. Hacían soplar a sus compañeros en el interior del recipiente, “da suerte”, para luego agitarlo enérgicamente antes de tirar los dados sobre la mesa. Si la fortuna no iba de su lado provocaba gritos de ira en el que había tirado los dados y carcajadas en sus compañeros. Cada mesa tenía al menos un balde de chicha y botellas de cerveza desparramadas. Otros dormían con la cabeza apoyada en la mesa. Había niños correteando cual pollitos sin gallina, con sus caritas curtidas por el frío, las lágrimas y los mocos secos.

—¿Y? —preguntó Manú— ¿Cuál es?

—El del bigote —contestó el Boris sonrojándose.

—Ah, en verdad son parecidos.

El bolero cesó en un acorde que distaba bastante del típico reposo. Un híbrido de Sol mayor y su semitono superior que habría puesto los pelos de punta de orgulloso al mismísimo Xenakis.

—¡Gracias, gracias, estimado público! —vociferó ceremonioso el del bigote a su micrófono.

Pero la gente seguía gritando y riendo, haciendo caso omiso al reciente silencio musical.

—Hago gala y honor —continuó redundante— por la visita tan honrosa que nos honra personajes de tan afamada fama a nuestro humilde establecimiento.

“Ay, no”, pensaba el Boris, quien ya conocía los discursos de su padre.

—¡Manulis Santostefano, eximio intérprete musical trompetista extranjero! —e hizo una pausa, esperando un aplauso nunca consumado—. Y por supuesto, su pianista acompañante, Boris Peláez, así como oyen, mi estimado público. Un Peláez, así como quien les habla. Gran pianista y amado hijo quien me llena de orgullo. ¡Así como les digo! —dijo emocionado señalando con la mano abierta hacia la puerta.

El público había salido de su sopor alcohólico para mirar a los intrusos vestidos con traje de comensal del Titanic. Pero no los miraban con la veneración que el pregonero esperaba, sino casi con violencia, con los ceños fruncidos o miradas burlonas.

—Quien les habla, su servidor, ahora se siente compungido a declamar una poesía de mi propia autoría en su honor de ellos.

Uno de los ebrios durmientes, al escuchar la palabra poesía se puso de pie para gritar declamando:

—¡Una lágrima derramó la Humberta! ¡Una lágrima! —pausó—. ¡Por su hermana muerta! —y se sentó conmovido para llorar.

El padre Peláez observó al borracho por unos segundos, confundido aunque resignado. Y continuó:

—A los amados músicos

cuya musa Euterpe inspiraran

cuántas lágrimas derramaran

sus solitarias madres y hermanas.

Entonces comenzaron las risotadas y silbidos del público. Pero esto no mermó el carácter de Peláez.

—A ellos hoy declamaré

con humildad y pasión ,

si pudiera cantar la canción

esta que hoy les cantaré.

Y miró al público, esperando un aplauso. Pero ya los había perdido mucho antes por un espectáculo diferente que se llevaba a cabo a metros. En una de las mesas se encontraban lo que parecía ser padre, hija y yerno, pues el más joven gritaba:

—¡Salud, suegro!

—¡No soy tu suegro, carajo! —contestaba furioso el que parecía mayor.

—Suegrito, ¡salud! —insistía.

—¡NO-SOY-TU-SUEGRO!

La hija dormía, desparramada en la silla con la cabeza tirada atrás y la boca abierta esperando las moscas que buscaban el dulce olor de la bebida.

Entonces Peláez padre repitió su último verso, el cual por lo visto pretendía ser enganche a una cumbia.

—…Si pudiera cantar la canción

¡Esta que hoy les cantaré!…

Y con un retumbe de timbales (tocados por el sintetizador del teclado) inició la canción, que tapó los últimos gritos de:

—¡Suegro he dicho, MIERDA! ¡Salud!

—¡Noooo! —seguido un amargo llanto del hombre mayor.

El Boris no daba de vergüenza ante su compañero. No se había atrevido a mirarle directamente desde que entraron. Pero cuando lo hizo vio que estaba muy sonriente, ¿y tal vez en verdad honrado por la bienvenida? Además Manú balanceaba la cabeza al son de la cumbia. Estaba disfrutándolo en serio. El Boris se calmó. Si su colega, con tanto renombre extranjero bailaba al ritmo de la cumbia desafinada, tal vez él también podría hacerlo. Intentó, pero no le salía, pues años de negar su propia sangre habían terminado por coagularla. Volverla a poner en tránsito no era cuestión de un día. Pero se le fue esfumando el miedo de que Manú criticara a su padre y eso lo relajó un poco.

Cuando terminó la cumbia el grupo descansó sus instrumentos y se dispusieron a bajar de la plataforma. El Boris volvió a incomodarse, sabía que su padre iría directo hacia ellos.

—Hijito mío. Gracias por venir, gracias por acordarte. Me han visitado. Justo se nos ha cruzado conciertos —dijo su padre emocionado.

—Papá, Manulis. Ya te había hablado de él —contestó seco, resintiendo la comparación de “conciertos” que hizo su padre—.Hemos venido solo unos minutos, ya nos íbamos.

—Nada de eso, compadre —replicó de inmediato Manú—, si recién llegamos.

—Vengan a tomarse una cervecita. Venga, señor, paga la casa —dijo muy atento.

—Papá, tu gota. Cuntas veces… no te importa, ¿no? —se exasperó el Boris.

—De algo hay que morir. Me han visitado —repitió—. Gracias por haber venido, hace tiempo que no me escuchabas. ¿Te gustó? Ya sé que no se compara con tus Chajkojkys y tus músicas. Pero hemos comprado nuevas guitarras. ¡Está sonando mejor! —el Boris miraba abajo y no contestaba.

Manú vio la frialdad de Boris y habló:

—Señor, un verdadero placer escucharle. Sus guitarras en verdad sonaban de primera.

Papá Peláez no pudo formular palabra de inmediato. Se le llenaron de lágrimas los ojos y dio la mano a Manú. Les invitó a sentarse y les trajeron un balde de chicha y una cerveza para el extranjero.

—Don Manulis, es usted un santo y un mentiroso. Pero ha hecho a un viejo feliz hoy con esas simples palabras —dijo Peláez.

—Para nada, señor, la música no es una competencia para ver quién comete menos errores, sino que es sentimiento. Usted siente lo que toca, y yo también me conecté hoy con usted. Tal vez no es la misma conexión a la que uno está acostumbrado, y no tiene por qué serlo. Pero cuando tocan, transmiten, y eso me ha llegado de alguna forma. Gracias por su arte.

El Boris con un movimiento brusco lo miró sorprendido, casi burlón.

—Hijo, tu amigo es bueno. Gracias, don Manulis, gracias —se irguió, sintiéndose ahora colega de su hijo, como siempre había querido ser.

—Tengo entendido que usted le compró su primer piano a Boris —continuó Manú.

—Estaba de oferta, he vendido el auto y hasta el día de hoy ese piano sigue en la casa. Es verdad que ahora el Borisito pues, tiene mejores pianos en su trabajo. El mío junta polvo. Pero ya vendrán las wawitas. Nietitos, sobrinitos. Alguien lo tocará. Yo sé que no he llegado a mucho. Es obvio que hubiera querido más que este público, este escenario. Pero es mi Boris quien ha vivido por mí. Son sus conciertos, a los que nunca falto, en los que yo vivo por él. Nada más pido en la vida que eso, y tocar con mi conjuntito hasta que me llegue el día.

Manú vio aún que el Boris mantenía su mutismo.

—Cuán agradecido debes estar con tu viejo, que te dio una pasión por la que vivir.

Se hizo silencio.

—Sí, Manú —dijo al fin el Boris.

Manú quiso insistir:

—Cuando le dije a mi padre que sería trompetista me rompió el labio de un puñetazo. “Buena suerte soplando”, me dijo riendo —contó Manú con una risa triste. Relataba como si fuera para él mismo, mirando ahora a un punto vacío, hacia sus recuerdos—. Al día siguiente volví y tenía todas mis cosas afuera de la casa. Encima de todo mi trompeta. No me dejó ni abrazar a mi madre —una sombra cruzó su rostro— si lo viera ahora a ese hijo de puta… o si él me viera.

El Boris, sorprendido por la cruda franqueza, salió de su ensimismamiento por un momento para mirar a su colega quien luego de un suspiro continuó:

—En el camino a no-sé-dónde me encontré con mi hermano mayor. No me había visto llorar desde que fuimos niños, lo recuerdo. Me dio unos pesos que se había ganado en el casino, jugador sin remedio, y esos pesos fueron mi capital hasta que pude recuperar mi labio.

—Señor —dijo dirigiéndose ahora a Peláez— es usted el santo. Gracias a usted es que Boris nos complace hoy con su piano. El público que aplaude las manos virtuosas de su hijo, indirectamente aplaude su dedicación virtuosa. Aplaude su sacrificio.

—Uff —se acaloró Peláez—. Sus palabras son tan lindas. Y yo con mi poemita tan q’ayma en frente suyo.

—¿Poema caimán? —preguntó Manú.

Caima —dijo el Boris españolizando la palabra—, sin sabor quiere decir.

—Del quechua, q’ayma. Haciendo explotar antes de ayma. Q’…ayma.

Q’ayma —repitió Manú.

—¡Bien! —lo felicitó Peláez.

Q’ayma —repitió sonriente—,sin sabor. ¡Enséñeme otra!

—A ver… Watukuy, visita. Ustedes me han visitado.

—Watukuy.

—¡Ah! Tenemos que volver al escenario. ¡Don Manulis, estamos hablando! —agarró del brazo a su hijo y con ternura solo dijo— Hijito…

Y subió por unos inmensos troncos cortados a modo de gradas al escenario para continuar su actuación.

El momento siguiente no varió mucho del anterior. Música desafinada, borrachos impertinentes, niños abandonados, olores.

Manú se encontraba muy entretenido mirando a los mencionados yerno y (contra su pesar) suegro, bailando abrazados muy cariñosos entre ellos, con la hija disputada aún en estado semicomatoso y no podía notar una nueva mirada del Boris hacia su padre. El Boris recordaba esa sensación de admiración que había dejado de sentir desde su niñez al ver a su padre tocar sobre el mismo escenario.

Tal vez Peláez jamás había tocado mejor y nunca más interpretaría en vida con el orgullo de aquella noche.

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