
Particularmente al Macario y a la Fátima no les molestaban los “niños potosinos”, como la gente había decidido llamar a los infantes que llenan las ciudades durante el mes de diciembre. Así se referían a ellos aunque desconocieran su verdadera procedencia. Tal vez los suponían llegados de algún pueblo andino por sus rasgos morenos de pómulos paspados por el seco frío, o sus atuendos coloridos y por ello la gente les había dado ese apelativo, algunos de manera despectiva.
El Macario y la Fátima en todo caso habían tomado una cómoda actitud ajena a la realidad, instalados en la periferia de la ciudad en la que, recién casados, se mudaron a principios de año. Ignorarlos desde ahí era más simple que en el centro de la ciudad, con las plazas y calles llenas de infantes quienes, charango de juguete en mano, se ponían a cantar tonadas en quechua que probablemente ellos mismos o sus padres o abuelos hayan inventado, y a bailar zapateando ritmos de huayño, los varones con las manitos cruzadas en la espalda y las niñas agarrando los bordes de sus vestidos negros o rojos, de lana de vicuña con franjas multicolor en la cintura u hombros, para luego pedir a cambio de su arte al citadino, aprovechando la bonanza de buena voluntad de las fiestas. El Macario y la Fátima estarían perteneciendo al grupo de gente que se enternecía con la novedad, y no al grupo que se indignaba al ver sus plazas llenas de limosneros.
Pero llegado el momento la otredad de la pareja terminó siendo imposible pues estos niños también tienen la costumbre de ir a los barrios, incluyendo a la periferia cochabambina, casa por casa, pidiendo “para mi navidad”.
Cuando los primeros niños, un niño y una niña, tocaron su timbre (inalámbrico, necesariamente aconsejado por la mamá de la Fátima, “no vaya a ser que me empiecen a llenar la casa de cables”), al Macario se le ocurrió darles una vieja pelota suya para él y un monito de peluche de la Fátima (regalo de algún ex) para la niña.
Media hora después empezaron a llegar por montones a tocar el timbre pidiendo para su navidad, pues estos dos primeros habían pasado la voz a otros de que en esa casa daban regalos. A la Fátima y al Macario les enterneció tal compañerismo y aprovecharon para deshacerse de todas sus cosas extra. El restante de peluches regalos de los y las ex, ropa vieja que les quedaría gigantesca e incluso algunas hojeadas y ajadas revistas de Condorito. Pero en vez de mermar la llegada de los visitantes terminó por atraer aún a más niños, pues la voz seguiría corriéndose, llegando a un punto tal del día en que la pareja tuvo que empezar a despacharlos con las manos vacías.
Las visitas continuaron unos días más y coincidieron justo aquella vez que recibieron a los padres de la Fátima, quienes más que por motivos afectivos parecían hacer una especie de control de la casa. Como decía doña Rosario, de no ser por ellos y el regalo de esa casa, el Macario y ella tendrían que vivir alquilando y “Dios nos libre hijita, así no se puede progresar, pero pongan pues la mesa aquí no ve que el sol la va a avejentar. A ver Macario que el Migue te ayude, muevan esa mesa”. “Sí, doña Rosario, es verdad, no me había dado cuenta; gracias don Miguel, pesadita es la mesa pues”.
Entonces sonó el timbre y la que salió primero a atender, como la dueña de casa que aún le gustaba creerse (porque en realidad la casa estaba ahora a nombre de la Fátima), fue doña Rosario.
—No, niños, no somos beneficiencia. Ay, Migue mirá a ver sus moquitos, pobres criaturitas. Andá al frente chiquito, los vecinos te van a dar regalo ¿ya?
Y cerró la puerta.
—Desde que les dimos regalo la primera vez que vinieron no han dejado de venir, mami —dijo la Fátima entre risas conmovidas.
—No les hubieran dado, hijita. Los mandan los comunistas a esos indiecitos.
—Pero doña Rosario —le interrumpió el Macario— ¿de qué les va a servir pues a los comunistas que unos niños se lleven unos juguetes viejos y rotos?
—Desestabilizan la paz. Afean la ciudad.
—¡Mami! —la detuvo la Fátima, nerviosa al ver cómo Macario se aguantaba de contestar mal.
—Ya, ya hijita. Igual como buenos católicos vamos a hacer algo por ellos, no tienen la culpa.
—Deberían venir —acotó don Miguel, quien hasta entonces se había quedado al margen de la conversación—, “Manos Caritativas” se llama. Este fin de semana. Domingo, ¿no, Charito? Vamos a darles api caliente y regalos.
—La “Familia de don Cirilo y Allegados” —recitó con solemnidad— hemos decidido que este año, además de vestir al niño Jesús y a la mamita Virgencita de Urkupiña vamos a aumentar la cuota para la actividad.
—¿Vamos, Macario? —dijo la Fátima.
—Ya, de una —contestó el Macario interesado—. ¿Cuánto es la cuota? ¿Podemos ayudar?
—No, Macario cómo pues. Si don Cirilo de chiquita la conoce a la Fati —el Macario echó un vistazo a su esposa al sentirla incómoda—, vengan a servir api nomás.
—Además ya han comprado todo. Un camión lleno de juguetes —dijo don Miguel.
—Imaginate, hijita. Estos niños no han debido ver un juguete nuevo en su vida. ¿Qué tanto más pues les van a estar comprando con su cuota ustedes?
—Pero, mami, un juguetito más aunque sea, ¿acaso va a alcanzar para todos?
—Hasta ha sobrado plata, hijita —insistió don Miguel—. Un camión lleno de juguetes, maíz morado y amaranto, canela y todas esas cosas para el api, vasitos desechables y hasta para brindar después hay. Son gente de plata los que han puesto la cuota.
Y así, ese fin de semana, la radiante pareja se encontró camino a Tiquipaya. Era un día de verano cochabambino, de los que se siente que el sol carcome y rostiza la epidermis. El taxista de mala gana había bajado un poco el volumen de la cumbia “se murió mi amigo Bronco…”, no sin antes echar una mirada homicida por el retrovisor a la Fátima, que se lo había pedido. Decirle que encienda el aire acondicionado habría sido ir demasiado lejos, y por ahí ni funcionaba, al igual que los cinturones de seguridad. No se trataba de esos taxis modernos que se estaban viendo los últimos tiempos, si no de uno viejo, ruidoso, humeante. En la ciudad solo basta con tener un auto, colgarle el letrero color fosforescente de “Taxi” y empezar a trabajar. Por ahí uno se podría afiliar a algún radiotaxi, los que son más confiables por el tema de los secuestros, violaciones, la inseguridad y eso viejo. Aunque con estos hay tarifa. A un taxi normal se le podría regatear mejor. Así que, hecha la elección económica no les quedaba otra que mantener ambas ventanas abiertas, dejando que el viento causado por la velocidad del viaje entrara al vehículo y refrescara un poco sus transpirados cuerpos. Pero luego para su pesar tuvieron que cerrarlas, pues ya en Tiquipaya, habiendo pasado la zona residencial, terminaba entrando el polvo de las calles de tierra.
Al fin, tras dar unas vueltas por la zona, llegaron al lugar. Era una cancha barrial de fútbol con piso de tierra, que en vez de arcos tenía marcadas las porterías a cada extremo con dos turriles vacíos que en el pasado habrían albergado alquitrán. Se encontraba próximo a un riachuelo escoltado a ambos lados por altos eucaliptos desde y hasta donde alcanzara la vista. El camión de los juguetes aún no había llegado, pero sí habían instalado unas mesas a lo largo de la cancha y detrás de cada mesa una cocina con ollas grandes donde se hacía hervir el espeso api. Las que se encargarían de esto eran las mujeres, quienes se habían vestido, pese al sol y contra toda lógica, con blusas de poliéster estampado de hojas de parral o motas coloreadas, entre otros motivos. Todas usaban pantalones formales y estaban tan bien maquilladas como peinadas. Además usaban tacos no tan altos, pero que eran lo suficientemente incómodos cuando se terminaban clavando en la blanda tierra de la cancha. Lo único que podría denotar prudencia con respecto al clima eran sus grandes anteojos oscuros. Muertas de calor pese al toldo que pusieron encima de sus mesas, cada tanto movían el api que se venía hirviendo con unas inmensas cucharas de madera.
Los hombres estaban apartados en grupos de dos a cinco personas bajo las sombras de los árboles observando mientras charlaban pasar el agua del riachuelo. Usaban en su mayoría pantalones de lona de colores crema o negro, zapatos deportivos blancos. Muchos usaban camisetas de colores claros con cuello, algunas con franjas horizontales que revelaban mejor sus panzas tensas cual cuero de dyembé, y que trataban de esconder, ya por costumbre, bajo sus brazos cruzados. Estos sí usaban gorras de visera o sombreros, y también en su mayoría anteojos oscuros.
El Macario y la Fátima comprendieron entonces que eran peces fuera del agua. Primero por las vestimentas que usaban; ambos totalmente preparados para el clima caluroso que se viviría. Pero la Fátima se sentiría aún más incómoda por haberse puesto un short que mostraba sus piernas de bruñida piel morena y una solera muy cómoda con escote. Esto provocó las miradas piropescas de los hombres del riachuelo y las muecas indignadas (y algo envidiosas) de las señoras junto a las ollas, “ay, mirá, a ver”. Además eran la pareja más joven, ya que todo el resto estaba llegando y pasando la cincuentena.
El Macario llamaba a esta gente “los neoburgueses”. Se trataba de familias ciertamente adineradas, pero no la misma que poblaba los barrios residenciales, hijos y nietos de inmigrantes europeos y libaneses entre otros, quienes heredaron y acrecentaron sus fortunas a partir de ello. Pero no, la gente a la que el Macario se refería era de orígenes muy humildes. Descendientes de pobladores mestizos, en gran parte comerciantes que tras esfuerzo e inteligencia amasaron inmensos capitales familiares. Y, aunque pensaba que esa dedicación era de admirar (siempre se encontraba deseando ser un propietario de inmuebles), el Macario no terminaba por comprender sus condiciones de vida. Su higiene era mínima. Nunca habían aprendido a utilizar ese dineral ganado. Incluso sus suegros, quienes en cierto punto pertenecían (o deseaban pertenecer) a este grupo, tenían una tercera casa de dos pisos recién construida y la usaban como depósito de su negocio, llena de latas de lubricantes para motor y repuestos de automóviles.
Tal vez lo que menos le gustaba era que terminaban siendo iguales que los turcos de la panadería “Sol y Rocío” que lo trataban mal cuando niño, cuando los milicos. “No hay, niñito, el pan es para otros. Volvé mañana”. Se recordó volviendo a casa con los billetes en mano y lágrimas en los ojos, sin saber qué explicarle a su padre…
En estos ensimismamientos lo sorprendió la llegada del camión de los juguetes. Entonces los hombres que habían estado hasta ese momento como en día campestre se pusieron a la obra. Dos de ellos se subieron al camión y comenzaron a organizarse. Se ubicaron en el extremo perpendicular al que se habían instalado las mesas y ollas con api, cosa que una vez que los niños recibieran su vaso continúen en fila hacia el camión. Les darían a los hombrecitos una pelota pequeña tipo playera de PVC y a las niñas una muñeca tiesa con rasgos anglosajones. En verdad la calidad de los juguetes dejaba que desear, pero la Fátima y el Macario se dijeron que de seguro habría mucho para repartir.
Los niños empezaron a llegar primero de a cinco y luego de a cientos, y se hizo el caos. Mantenerlos en fila era un trabajo titánico. Estaban alucinados con la ocasión. Era evidente que ya no solo se trataba de los supuestos “niños potosinos” si no que se habían sumado además los de los barrios aledaños, y esto se notaba más que nada viendo la diferencia en sus vestimentas. Además de las ropas coloridas originarias ahora se veían bluejeans y zapatos viejos, poleras y camisas. Blusitas y vestidos. Guardapolvos y uniformes de escuela. Muchos de estos venían acompañados de sus madres. Estaba claro que había caras vallunas y ya no sólo altiplánicas. Sin embargo todos compartían la ilusión de recibir un regalo y su vasito de la bebida caliente. Estaban descontrolados, sonrientes, ruidosos, como deben ser siempre los niños. Entonces una voz de anciano se alzó por encima mediante un megáfono y obtuvo la atención de todos. Era don Cirilo en persona, quien pese a su reducida capacidad de movilidad había aparecido para dar inicio a la repartija.
—Niños, es Navidad y Jesusito no quiere desorden, ¿no ve? Ordenaditos nomás entonces ¿ya? Hay para todos. Hacen filita, calladitos. Reciben su api. ¡Bien caliente está, van a soplar! Siguen la fila ordenaditos y reciben su regalo. No quiero líos, seamos niños buenos. Si no el año que viene no volvemos ¿ya? Bueno, ¡feliz Navidad! —gritó al fin.
Y el caos volvió de inmediato.
Algunos hombres y mujeres tuvieron que ponerse de controladores en la fila. Como si de ganado se tratara, los mantenían a raya a los gritos y empujones.
El Macario vio que en el camión de juguetes estaban organizados por completo. Los dos que estaban arriba se encargaban de lanzar los juguetes a la petición de voz de “¡Muñeca!” o “¡Pelota!”, según iban llegando, mientras los de abajo los repartían. Al final de la fila, una vez recibido todo, uno de ellos marcaba el bracito de los niños con un sello grande y redondo de tinta azul. Al ver que ahí tenían ya todo organizado, el Macario y la Fátima fueron a ayudar con el api, que a la vista necesitaba de fuerza y manos para servir, entregar vasitos y cambiar de lugar las ollas. El Macario no pudo evitar sentir las murmuraciones cuando la Fátima se alejaba con él. No estaba seguro si era burla hacia su actitud “poco masculina” de irse con las mujeres o si eran comentarios libidinosos referentes a la vestimenta de su esposa. Ella también los sintió, pero estaba acostumbrada al acoso cada vez que se le ocurría usar alguna ropa que mostrara un poco más de carne de lo usual. Adivinar las miradas que la estarían desnudando. Las muecas y gestos que sabía que hacían siempre que se daba la vuelta. Esa costumbre animal de dejarse ceder ante el instinto para luego excusarse, “los hombres son así”. No les quedaba más que continuar en silencio.
Se acercaron a la mesa donde doña Rosario y otras señoras servían api.
—Ya. ¡Siguiente! —gritaban una vez servido el vasito.
—Chiquito. ¡Rápido pues!
—Tú ya has venido, conozco tu cara. ¡Mostrame tu brazo!
—A ver, ¿tienes marca?
—¡Siguiente!.. ¡Cholita, siguiente! ¿No escuchas?
—No se ha debido lavar las orejas.
—¡Siguiente! —gritaba otra—. Cómo vas a tomar así api, con tus manos sucias. Allá hay una fuente. Volvé a la fila.
—¡Siguiente!
—Ay, niña, agarrá bien pues tu vaso. Casi lo vuelcas.
—¿Por qué está rojo tu brazo? Te has frotado el sello, ¿no ve? Mirá Mary, mañudo es este.
—Llok’alla de porquería.
—¡Si ya has tomado andate pues! —lo interpelaban una y otra.
Esto duró como unas dos horas, con humillaciones y burlas sin tregua, hasta que terminaron de repartir a todos los que asistieron. Sin embargo algunos niños y madres que acompañaron a sus hijos a la repartija no se fueron. Muchos se quedaron jugando con sus nuevos regalos, aunque algunos ya estaban rotos y tirados. Una vez terminado todo, una de las madres se acercó con el vaso vacío de su hijo, meciéndolo de arriba abajo, sin pronunciar palabra.
—Mana doñitay, es para los niños —le dijo uno que recién había llegado, negando con la cabeza.
—Ha sobrado mucho —dijo una señora, mirando algunas ollas.
—¿Repartimos lo que sobra? —preguntó otra, con visible cara de cansancio.
—No, no —la interrumpió otro que se les unió cuando se terminaron los juguetes del camión—. ¿Sabes lo que va a ser? Van a volver toditos y cómo controlarlos cuando de verdad se termine. Te vas a acordar de mí.
—¿Pero y qué hacemos?
—Yo no llevo.
—Ay, yo tampoco. Tenemos comida en la casa. Se va a echar a perder.
—Se va al río pues.
Y ante la mirada atónita de la Fátima, el Macario, y los niños que tal vez se habían quedado con la esperanza de recibir otro vaso de api, vieron teñirse la corriente del riachuelo por unos segundos del color del maíz morado, para luego aclararse de nuevo.
—Vamos a brindar hija… Macario —dijo don Miguel dirigiéndose de inmediato al esposo, esperando su aprobación una vez que estos se preparaban para irse.
—No conocemos a nadie, papi —contestó la Fátima.
—A don Cirilo lo conoces, hija, ¿cómo vas a decir que no? Se va a ofender si no brindas con él.
—Macario, ¿vamos? —dijo con pocas ganas, queriendo que lea en su mirada que no quería ir.
—Vamos, Fa, aunque sea un ratito —contestó el Macario, un poco cansado pero más que nada herido, recordando las caritas rebosantes de esperanza. “Llok’alla de porquería”. Los brazos marcados y otros despintados a fuerza de saliva y fricción con la esperanza de volver a recibir un poco más. “Mañudo es este”. El riachuelo púrpura. “Cuántos años tienes, de quince pareces, no eres niño”.
No hay, niñito, el pan es para otros. Volvé mañana.
Perdón papá, malos son los panaderos. ¿Y ahora qué vamos a comer?
—¿No vamos a limpiar, papi? —dijo la Fátima retrasándose a propósito mientras señalaba la cancha de tierra llena de juguetes rotos y vasos desechables aplastados.
—Que limpien los municipales pues, para eso cobran.
Mana doñitay
… el pan es para otros.
La casa de don Cirilo era a unas cuantas cuadras del lugar. Tenía un patio inmenso en el cual él y sus “allegados” solían hacer fiestas y ch’allas. Cuando llegaron ya la mayoría estaba ahí. El brindis supuesto se trataba de un festejo con todas las letras. Música en vivo y retumbantes parlantes. Todos estaban con una o dos cervezas en la mano, “hasta ha sobrado plata, hijita”. Bailaban cuecas revoleando sus pañuelos de tela, “hasta para brindar hay”.
—¡Fatita, tan grande estás!..– entonces la Fátima trató de alejarse lo más posible del beso que el anciano querría darle como saludo, recordando la mirada que la incomodó siempre. Ese típico saludo húmedo con los labios bien plantados en su mejilla, cerca de la comisura de su boca, todo ensalivado. En vez de eso le extendió la mano.
—Don Cirilo Castillo, mucho gusto —dijo el anciano mirando de pies a cabeza al Macario, quien cada vez estaba más cejijunto.
—Macario Rodriguez.
¡Si ya has tomado andate pues!
Se va al río pues.
¿Pero le has insistido?
Llok’alla de porquería…
Sí, papá, pero para otra gente dice que era el pan, creo que no le ha gustado mi ropa.
¿Y ahora qué vamos a comer?