
Te sucedería la madrugada del jueves, ahí en la parada de Caracollo volviendo de La Paz. Habrías bajado del bus con la típica pesadez de cabeza y recordarías al Mario, cuando de adolescente, también viajando y bajando esta vez en Ivirgarzama camino a Santa Cruz, te dijo: “¿No te sientes medio huevón cuando bajas del colectivo?”.
Sonreirías con el recuerdo, y también sabiendo que la Paty te quiso a ti. No al Mario. O sea, primero a él y luego a ti. Lo que no sería lo mismo que a ti y luego a él. El orden de los factores por supuesto que tiene que ver.
Obviarías que ella te dijo que él la tenía más grande pero más delgada. Nunca pasó, nunca pasó. Pero qué te importaría si al final ella y él son historia y además te quiso a ti luego de quererlo a él. Mas lo recordarías porque bajar del bus sintiéndote huevón te haría pensar en Mario y la Paty y las comparaciones.
Entonces te bajarías y mirarías tu reloj. 05:50. Amarías ese dato capicúa. Estarías seguro de que existe el don de mirar el reloj en el momento preciso. Pensarías en comprarte unas Frac de chocolate con Coca Cola como cada vez que pasas por Caracollo, o como cuando en la escuela te ahorrabas por tres días para comprar Frac de chocolate con Coca Cola. La cosa es que el chofer habría dicho: “Media hora y me voy, con o sin pasajeros”. Eres de Cochabamba, pensarías. La panza del cochala es para llenarla. No sólo de Frac de chocolate con Coca Cola vivirá el cochalo. Frac de chocolate con Coca Cola. Amarías repetirlo como cuando en la escuela decías a la quiosquera: ¿Frac de chocolate con Coca Cola, por favor? Bien fuerte para que todos te miren y sepan que tú también comprabas cosas costosas. Costas cososas. Toscas o sosas. K’oas mohosas. Concluirías.
05:50 más media hora da a 06:20. ¿Una huminta con café por favor?
La mosca que vendría rondando la mesa te fastidiaría. Comprenderías que la mesa debe estar tan sucia como el resto del local y también la huminta y el café. Observarías con cierta reserva las típicas adendas que suelen tener esos locales en sus grasientas mesitas. Un servilletero plástico que contiene una decena de servilletas, por lo general inteligentemente cortadas por la mitad por el hostelero para que sean el doble. Entonces te corregirías, dos decenas… des docenas… ¡basta!… Dos decenas de medias servilletas, porque si te vas a limpiar no estés usando toda una servilleta cabrón, pensaste en los árboles, hermano y te mereces un premio. Además verías el azucarero que es un envase que otrora fuera mostacero, el vinagrero que otrora fuera mayonesero, el aceitero que otrora fuera ketchupero y el salero que otrora fuera talquero. El súmmum del reciclaje, un nobel al menos viejo. No dejas de sospechar que el azucarero tiene aún partículas de mostaza pegadas en sus paredes. Y la sal, de talco para pies. Pero eres cochala, dirías. El cochala come hasta piedras si quiere. Sabrías que si alguien te estuviera observando, ¿y por qué no te estaría observando alguien? supondría que eres cochalo ya que vas hacia Cochabamba siendo las… 05:55, bello. Y si sabe que eres cochalo y haces ascos a la huminta que justo estarían trayendo y su café que siempre parece agua de calcetines, entonces debes ser medio mariquita.
Gracias. Se ve rico doña. No, nada más.
De mariquita nada.
Pensarías que en la antigua Roma mandaban a los cristianos a pelear con los leones. Bueno, pelear como tal no, más bien a servirles de almuerzo. Y luego a los delincuentes los colgaban frente al pueblo. O decapitaban a los tiranos. Lo que debía ser ver eso, fascinante de seguro. Hoy ya no hay esos espectáculos, pero sabrías que se siente bien que esos estén del otro lado del muro y tú no. No que no hayas hecho méritos. Entonces te preguntarías por qué estás pensando en el circo romano, en las horcas o en Robespierre mientras comes una huminta que despide ese vaporcito olor a choclo y queso, y si huele a queso debe tenerlo aunque no lo vieras aún. Tendrías las hojas de choclo abiertas y volverías a introducir la cuchara en la blanca pasta esperando que esta vez sí esté el queso, pero estos comerciantes mañudos y su asqueroso café y su mosca insoportable.
Pensarías, ¿cómo sobrevive una mosca a este frío? Ah, por supuesto, el incesante mover de las alas es, de seguro, un buen ejercicio cardiovascular mosquístico. Si tú tuvieras esas alas de mosca todas llenas de venas y molestaras a los clientes que tratan de sobrevivir al frío, al café de calcetines y a la huminta con/sin queso (según Schrödinger), de seguro tu circulación sanguínea estaría a tope. Sangre mosquística.
Pero la mosca seguiría dando vueltas y tratarías de atraparla con la mano. Esperarías que nadie te esté observando. ¿Por qué no lo estarían haciendo? Pero esperarías que no sea así. ¿Quién en su sana razón trata de atrapar una mosca mientras come? Pues tú, eso ya lo sabrías. ¿Pero quién más?
Mirarías el pequeño televisor que tienen encendido sin sonido, como si temieran despertar a alguien a esa hora, siendo que en un local de comidas en medio de dos grandes ciudades la idea es que estén todos despiertos y hambrientos. O al menos antojados de algo. O cochalos, que todo lo comen. Pero despiertos.
¿Por qué no sube el volumen doñitay? Bueno, está bien.
Entonces comprenderías por qué pensabas en los condenados romanos, ahorcados y Robespierre. De seguro habrías visto de reojo el titular del noticiero que hablaría de las condiciones inmundas de los recintos penitenciarios. Lo que es el subconsciente, pensarías, que nota cosas que ni tú mismo te enteras. Los verías recostados en pequeñas habitaciones, casi unos sobre otros, cagando en bolsas y meando en botellas. Plaga de ratas, diría el titular. Derechos humanos. Se siente bien que esos estén del otro lado del muro y tú no. Dirías. No que no hayas hecho méritos. Recordarías los llantos y ruegos. Pero ellos antes que yo. Quien sea antes que yo.
Bingo carajo, ahí apareció el quesito. Medio durito pero premio al fin de cuentas. Mis disculpas con el chef, pensarías. Mil disculpas con le chef. Y bingo, carajo, atrapaste a la mosca. Sentirías una diminuta humedad entre la palma de tu mano y tus dedos medio y anular. Mirarías, y ojalá nadie esté mirando aunque, ¿por qué no?, y verías que la has despachurrado, pobre ser. Notarías que sus patitas salen junto a su abdomen medio aplastado y además es como si sangrara, sí… la sangre mosquística resultó ser roja. Es que es fascinante la biología, yo habría creído que sangraban verde o cualquier color menos humano. Y percibirías que sus patitas traseras aún se mueven, entonces la soltarías, pobre ser. Para verla mejor. En efecto está viva aún, toda deshecha pero viva. Habría que ver qué fuerza. Pensarías, ¿terminar de matarla? Recordarías el tiro de gracia que diste gustoso mirándolo a los ojos. Pero no, esta vez no porque si el bicho cree que puede sangrar rojo que sufra por insolente mierda. Y la dejarías en la esquina de tu mesa para mirarla sufrir. Te limpiarías la palma y dedos en el pantalón. Y si me hubieran visto qué me importa pues, acaso los voy a ver de nuevo. Nada des por descontado. Nada des por contado, diríamos por propiedad asociativa. Claro que te pueden ver pero qué se van a estar acordando si deben sentirse medio huevones después de bajar del colectivo. Y es obvio que este café de calcetines “Socks Coffee Ltda.” no despierta a nadie. Si al final de cuentas es una mísera mosca, pensarías. No pues, cojudo, el problema no es la mosca sino que lo hagas mientras comes. Claro, puedes matar las moscas que quieras siempre y cuando no estés comiendo. Regla general. ¿Y dejarlas agonizando? No, no. Eso es bien de hijo de puta.
Nada que no hayas hecho antes tampoco. Cuando niño atrapabas moscas para darle a la araña del baño, recordarías. La veías luchar inútilmente, como cristiano en Roma, una vez que quedaba prendida a la red pegajosa. Qué gusto ver que sus alitas venosas quedaban prendidas y trataba de soltarse con sus patitas, entonces sus patitas también quedaban pegadas. La típica escena del pato Donald que quiere zafarse de alguna maraña pero termina cada vez más enredado. Sólo que en vivo y en directo, la mosca Donald. Y recordarías tu emoción una vez que la araña, como león de circo romano, notaba que tenía una presa a mano y se arrojaba hacia ella con toda rapidez. No era que la veía, sino que sentía la vibración por un hilo y se acercaba. Si la mosca-cristiano era lo suficientemente inteligente, o tal vez se había rendido, entonces se quedaba quieta y la araña-león quedaba igual paralizada tratando de percibir la mínima vibración. Entonces te daba ganas de que siga moviéndose pero por experiencia sabías que si tú la movías con el dedo, la araña-león se daría cuenta que era una fuerza superior la que había movido su red-circo y se volvía a esconder. Para nada, debías esperar con paciencia porque tarde o temprano la mosca-cristiano recuperaría la esperanza. El anhelo de libertad es lo último que se pierde, lo cual no es un consuelo para estos condenados, sino una maldición. Porque esa esperanza haría creerle que podía zafarse una vez más, y eso era letal. La araña-león afirmaría su idea de la localización en la red-circo. Entonces daba una última carrera hasta clavarle las fauces. Inyectarle la droga. Cuando la mosca quedaba sedada entonces la araña empezaba a envolverla con su seda. No la mataba, la narcotizaba para más tarde. Refrigerador no necesitaba.
06:09. Once minutos para pagar, estirar las piernas y volver al bus, pensarías. La puntualidad de los micreros es tan condicional. Son capaces de llegar 40 minutos tarde a la terminal para buscar a los pasajeros, pero cuando pueden dejarte te dejan los cabrones.
Darías un último sorbo a tu ahora tibio café de calcetines. Luego mirarías a la camarera para hacerle la seña con tu mano de que estás escribiendo en el aire.
¿La cuenta? ¿Cambio tiene? Está bien, gracias.
Esperarías el vuelto y darías una última mirada a tu víctima. Si mal no veo aún mueve un poco sus patitas traseras, pobre ser, lamentarías.
Gracias, doñitay, hasta luego.
¿Luego? Si no la vuelvo a ver en mi vida.
Te levantarías de la silla y embolsillarías las monedas que te acaban de entregar. Te desperezarías y caminarías hacia la puerta.
Pensarías entonces qué tanto te sucedería si no fueras un pobre ser aplastado en la esquina de una grasienta mesa que aun así añora ser un comensal que está saliendo por la puerta de un puesto de comidas en la parada de Caracollo.